Vivimos en un mundo cambiante, evolucionamos o involucionamos siempre generando cambios: en la naturaleza, en la ciencia, en la sociedad, en la forma de relacionarnos… nosotros mismos cambiamos cada día volviendo a nacer en cada despertar.
Tendemos a pensar que todo es fijo, seguro, que nada se mueve, nada cambia.
Desde mi perspectiva, vivimos en un mundo gobernado por el cambio y como afirmaba Heráclito bajo su filosofía centrada en el devenir: Todo fluye, todo cambia, nada permanece.
Además del cambio, me parece importante señalar otra condición de la vida: la finitud. Que todo cambie implica necesariamente que algo muera y dé paso a algo nuevo. Nacemos y morimos constantemente.
Y aunque todos entendemos que en esencia esto es así, nos cuesta percatarnos de este movimiento en el que vivimos y tendemos a pensar que todo es fijo, seguro, que nada se mueve. Este pensamiento nos puede causar problemas cuando la realidad nos enfrenta al cambio.
Pareciera que no hubiéramos caído en la cuenta de nuestra mortalidad. La muerte se ha convertido en uno de los tabúes más grandes de nuestra sociedad.
Hay quien se enfada ante los cambios en su día a día, quien no tolera el envejecimiento, quien le entristece que su mundo cambie.
Nos aferramos a la vida en muchas ocasiones como si fuésemos eternos e inmutables, nos cuesta aceptar esta realidad cambiante, este constante movimiento. Sentirnos mortales no nos hace mucha gracia, de hecho cuando se nos presenta cercano el fin no sabemos como gestionarlo. Pareciera que no hubiéramos caído en la cuenta de nuestra mortalidad.
La muerte se ha convertido en uno de los tabúes más grandes de nuestra sociedad. Lejos de verla como algo inevitable y familiar, la alejamos de nuestras mentes obviando su existencia .
Al aceptar la impermanencia de la vida y entender que estamos aquí de paso como todo lo que nos rodea, comenzamos a amar la vida tal y como es.
Si nos paramos un momento a pensar en ella y le damos el lugar que tiene en nuestra vida, podemos aprender a vivir más conscientemente, abrazar el tiempo como el verdadero tesoro que es.
Al aceptar la impermanencia de la vida y entender que estamos aquí de paso comenzamos a amarla tal y como es. Sólo entonces disfrutamos de todos los momentos y crecemos dejando que se ilumine la grandeza que llevamos dentro.